Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota. A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las "b" y a las "f" pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más. -Monseñor -exclamó al fin el cochero, a punto de estallar-, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso. -¿Y por qué no? -contestó el obispo. -Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite. -Bueno, bueno -contestó el obispo, zalamero, santiguándose-, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible. El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.
Donatien Alphonse Francois, Marqués de Sade (1740-1814) Cuentos. Ediciones Libertador.
Donatien Alphonse Francois, Marqués de Sade (1740-1814) Cuentos. Ediciones Libertador.
2 comentarios:
me encantó la aneda. Los caballos, ¿como el hombre?, solo entienden cuando se los trata a las puteadas.
gran verdad?
Tomando en cuenta otro gran pensador argentino (luego de recordar en otro al inefable Willie Nimo)llegamos a la conclusión que los besos no logran nada, por eso, "hay que putearse más...hay que putearse más".
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