miércoles, diciembre 31, 2008
sábado, diciembre 20, 2008
Demasiado caro
(1829-1910)
Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.
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Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.
Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecito de Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había allí sucedido tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó largo rato. ¡Dieciséis mil francos!
-¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían sublevarse -dijo.
Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato; pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no varía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más económica. Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario. Llamaron al general.
-¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les enseña.
El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido”, dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto. El reyecito se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un guardián.
Éste vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina de palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el reyecito hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecito llamó a sus ministros:
-Busquen el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta demasiado caro -les dijo.
Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo:
-Señores, creo que hay que suprimir el guardián.
-El criminal se escaparía -replicó otro.
-Si se escapa, ¡al diablo!
Informaron al rey. Éste se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría.
Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina de palacio en solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Salía a buscar la comida, pero no se escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo llamó.
-¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le parecerá mal.
-Pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme -replicó el criminal.
De nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué solución tomar? El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al reyecito.
-¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea -dijo éste.
Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron.
-Bueno; si me pagan puntualmente, me iré.
Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecito. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz.
En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.
Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.
miércoles, diciembre 17, 2008
Rubén Darío
lunes, diciembre 08, 2008
Jim Morrison
Sabias que la libertad existe
en un libro de escuela
Sabias que los hombres locos están
vagando nuestra prisión
sin una mazmorra, sin una cárcel
Sin un blanco y libre protestante remolino
Estamos encaramados de cabeza
en el borde del aburrimiento
Estamos intentando por algo
que ya nos ha encontrado.
Podemos inventar un reino para nosotros
grandes tronos púrpura, esas sillas de lujuria
y amor que debemos, en camas o corrosión
Puertas de acero encierran los gritos de los prisioneros
amd musak, AM, balancea sus sueños
Ningún orgullo de hombre negro para alzar la biga
mientras burlones Ángeles tamizan lo que ven
Ser un collage de polvo de revista
Rascado en las frentes de paredes de creencia
Esto es tan solo la cárcel para aquellos que deben
levantarse en la mañana y pelear por tan
inutilizable patrón mientras una llorosa doncella
muestra su penuria y derrota
delirio por un loco administrativo
domingo, noviembre 30, 2008
Cooperación
K: "Escuchame, si el mundo fuera a terminar en 15 minutos, ¿Qué harías? ¿Qué le dirías a la gente?"
B: "No les diría nada".
K: "¡MIRA, no estas cooperando! ¡Si el mundo se terminara en 15 minutos, quiero saber qué harías!"
B: "Me tiraría a descansar un rato, como ahora".
K: "¡Pero qué le dirías a la gente, hombre, LA GENTE!"
B: "Que lleven monedas para el colectivo".
Y lo más raro de todo es que si tú les dices la verdad, creen que no estás cooperando.
Charles Bukowski
lunes, noviembre 17, 2008
lunes, noviembre 10, 2008
Un artista del hambre
jueves, noviembre 06, 2008
Inteligencia Libre
martes, noviembre 04, 2008
Un lugar limpio y bien iluminado
Ernest Hemingway
domingo, noviembre 02, 2008
La terrible venganza
1809-1852
El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.
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Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!
En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre... Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote... Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.
De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto... Al rato ve que alguien baja a lo lejos... El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza... ¡Es ella!
Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca...
-Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!
Ella permanece muda, no quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo, ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza?
El día está por terminar. Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote... Pero, ¿quién se acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva. Alguien viene del lado opuesto del camino pero es difícil distinguir las cosas en la penumbra..., ¡pero sí!... Es Katerina que está volviendo.
-¡Hija, por el amor de Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!..., ¡mira al menos a este criminal padre tuyo!
Ella no lo escucha y sigue su camino.
-¡Hija!... ¡En el nombre de tu desdichada madre!
Ella se detuvo.
-¡Ven, ven a escuchar mis últimas palabras!
-¿Para qué me llamas, apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros. ¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?
-¡Katerina! Se acerca mi fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar por el campo... ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!
-¿Acaso hay en el mundo una pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.
-¡Hija! No temo el castigo, más temo los suplicios en el otro mundo... Tú eres inocente, Katerina, tu alma volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa...
-No está en mi poder aplacar aquel castigo -dijo Katerina, volviendo la cabeza.
-¡Katerina! ¡Una palabra más, tú puedes salvar mi alma!. Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se arrepintió y se convirtió en un santo.
-¿Qué puedo hacer yo para salvarte? -respondió Katerina-. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en ello?
-Si pudiese salir de aquí, renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona aunque sólo sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con sus noches rezaran por mí...
Katerina se quedó pensativa.
-Aunque yo abriese la puerta -dijo-, no podría quitarte las cadenas...
-No son las cadenas lo que yo temo -dijo él-. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!... Ninguna cadena hay sobre mis huesos -añadió, surgiendo entre las sombras del sótano-. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!
-Escucha... yo te pondré en libertad, pero ¿y si me estás engañando? -dijo Katerina, deteniéndose junto a la puerta-. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?
-No, Katerina, ya me queda poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? -sonaron los candados-. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! -dijo el hechicero, besándola en la frente.
-¡No me toques, horrendo pecador! ¡Vete, pronto! -decía Katerina.
Pero él ya había desaparecido.
-Lo he puesto en libertad -se dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes-. ¿Qué le diré a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva -y sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero-. Pero salvé un alma -dijo ella, quedamente-, hice una obra grata a Dios; ¿y mi marido?... Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! !Es él, mi marido! -gritó desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.
-Soy yo, mi niña. ¡Soy yo, mi corazón! -oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.
-¿Dónde estoy? -decía Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor-. Ante mí se agita el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?
-Te he sacado en brazos de aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo Danilo no te castigue.
-¿Y dónde está la llave? -dijo Katerina, mirando su cinturón-. No la veo.
-La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo.
-¿Para verlo?... ¡Ay, mujer, estoy perdida! -exclamó Katerina.
-Dios nos libre de eso, mi niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.
-¿Has oído, Katerina? -exclamó Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable, tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto-. ¡Él se escapó, el maldito Anticristo!
-¿Acaso alguien lo ha dejado huir, amado mío? -dijo ella, temblando.
-Seguramente lo dejaron salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado, y, si llegara a saber... ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa...
-¿Y si hubiera sido yo? -dijo involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.
-Si tal cosa fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te arrojaría al Dnieper.
Katerina se sintió desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza.
En la taberna del camino fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos en las narices de los perdedores... Y se llevan mujeres ajenas... ¡Gritos, peleas!... Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades, castigar los pecados de la tierra rusa... Y entre el endemoniado rumor se oye mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.
El amo Danilo se halla sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco el ama Katerina canta una canción.
-¡Estoy muy triste, querida mía! -dijo el amo Danilo-. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me oprime... Se ve que la muerte anda rondando mi alma.
-¡Oh, mi amado Danilo! Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos nefastos? -pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.
-Escucha, querida -dijo Danilo-. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!
-¿Qué dices, esposo mío? ¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.
-No, Katerina, mi alma presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a su alrededor se agitaba la infantería cosaca... ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de jinetes de Zaporozhie. El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y ninguna de estas heridas ha terminado de curarse, ¡Cuánto oro arrebatamos entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles riñen entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia... Vendieron sus almas al aceptar la unia. Los judíos explotan al pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles? ¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra suerte de antaño, por los tiempos idos.
-¿Con qué vamos a convidar a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! -dijo Stetzko, entrando en la jata.
-¡Sé muy bien a qué vienen! -exclamó Danilo, levantándose de su asiento-. ¡Ensillen los caballos, mis servidores. ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos con honra a los visitantes!
Los cosacos aún no habían tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos, cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda de la montaña.
-¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay con quién charlar a gusto! -dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro-. ¡Por lo que veo nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!
Y comenzó la orgía de las montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete; cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras confusas.
Pero en medio de la multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo: brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra...
-¡Pega, asesta tus sablazos, cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! Goza con tu corazón de valiente!, pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza, cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.
Y el amo Danilo, como un torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.
Varias horas duró la pelea entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los enemigos muertos para arrancar sus casacas adornada de oro y los ricos arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la persecución, cuando... de pronto, se estremeció... Creyó ver al padre de Katerina. Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su caballo hacia donde se hallaba el otro...
-¡Cosaco, estás ideando tu perdición!
Retumba el mosquete y el brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor. ¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen ustedes, mis fieles servidores -dijo, y luego calló.
Ya vuela el alma del cosaco de su cuerpo, morados están sus labios... Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo.
viernes, octubre 31, 2008
martes, octubre 28, 2008
Como Hallé al Superhombre
Los lectores de George Bernard Shaw y de otros escritores de vanguardia tal vez estén interesados en saber que el Superhombre ha sido hallado. Yo lo encontré; vive en South Croydon. Mi éxito es un gran golpe para Shaw, que ha estado siguiendo una pista falsa y ahora busca a la criatura en Blackpool; y en cuanto a la idea del señor [Herbert George] Wells de extraerlo del aire en su propio laboratorio, siempre creí que estaba condenada al fracaso. Le aseguro a Wells que el Superhombre de Croydon nació de la manera ordinaria, aunque él mismo, por supuesto, es cualquier cosa menos ordinario.
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Sus padres, por cierto, no son indignos del maravilloso ser que han dado al mundo. El nombre de Lady Hypathia Smythe-Brown (ahora Lady Hypathia Hagg) nunca será olvidado en East End, donde ella hiciera tan espléndido trabajo social. Su grito de guerra "¡Salven a los niños!" denunciaba la cruel negligencia que compromete la vista de los pequeños al permitirles usar juguetes de colores violentos. Ella citaba incontestables estadísticas que probaban que los niños a los que se les permitía mirar colores como violeta o bermellón a menudo sufrían de visión deficiente en su ancianidad; y fue debido a su incesante cruzada que la pestilencia de las herramientas Monkey-on-the-Stick fue casi eliminada de Hoxton.
La comprometida reformadora recorría las calles incansablemente, llevándose los juguetes de los chicos pobres, quienes a menudo recibían con lágrimas esta demostración de bondad. Sus buenas acciones fueron interrumpidas, en parte, por un nuevo interés en el credo de Zaratustra, y en parte por haber recibido un salvaje golpe dado con un paraguas. Éste le fue infligido por una vendedora de manzanas, una irlandesa libertina que, retornando de alguna orgía a su destartalado departamento, halló a Lady Hypatia en su dormitorio, llevándose cierto óleo que, por decir lo menos, realmente no era edificante.
Entonces esta celta ignorante y parcialmente intoxicada le propinó a la reformadora social un fuerte golpe, añadiendo al mismo una absurda acusación de robo. La mente exquisitamente balanceada de la dama recibió una conmoción, y fue durante el breve período que ésta la afligió que se casó con el señor Hagg.
Del doctor Hagg mismo creo que es innecesario hablar. Cualquiera mínimamente familiarizado con aquellos atrevidos experimentos en Eugenesia Neoindividualista que son hoy el interés exclusivo de la democracia inglesa debería conocer su nombre, así como a menudo encomendarlo a la protección personal de un Poder Impersonal. Temprano en su vida logró esa despiadada comprensión de la historia de las religiones que se obtiene trabajando desde la adolescencia como ingeniero eléctrico. Más tarde se convirtió en uno de nuestros mayores geólogos, y adquirió esa valiente y brillante visión en el futuro del socialismo que sólo la geología puede dar.
A primera vista parecería haber algo así como una desavenencia, una tenue pero perceptible fisura, entre sus ideas y las de su aristocrática esposa. Ella estaba a favor (para usar su propio y poderoso epigrama) de proteger a los pobres de sí mismos, mientras que él declaraba sin pena, usando una nueva y conmocionante metáfora, que los más débiles deben irse a pique. Eventualmente, de todos modos, la pareja percibió una comunión esencial en el carácter inconfundiblemente moderno de ambas visiones, y en esta luminosa y comprensiva expresión sus almas hallaron paz. El resultado es que esta unión de los dos tipos más elevados de nuestra civilización, la dama elegante y el médico cualquier cosa menos vulgar, ha sido bendecida por el nacimiento del Superhombre, el ser que todos los trabajadores de Battersea esperan día y noche con impaciencia.
Hallé la casa del doctor y de Lady Hypatia Hagg sin demasiada dificultad; está situada en una de las últimas y ya raleadas calles de Croydon, a la vista de una línea de álamos. Llegué a su puerta hacia el crepúsculo, y parecía natural que mi extravagancia percibiera, en la oscuridad creciente, algo sombrío y monstruoso en las formas indistintas de aquella casa donde se albergaba una criatura más maravillosa que los hijos de los hombres. Cuando se me hizo pasar fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hypatia y su esposo, pero encontré mucha mayor dificultad para poder ver al Superhombre, que ahora tiene alrededor de quince años y permanece en una habitación apartada. Incluso mi conversación con el padre y la madre no aclaró mucho el carácter de esa misteriosa criatura. Lady Hypatia, que tiene un rostro pálido y conmovido, y viste esos impalpables y patéticos grises y verdes con los que ella ha dado brillo a tantos hogares en Hoxton, no parecía hablar de su vástago ni con un poco de la crasa vanidad de una madre humana ordinaria. Me atreví a preguntar si el Superhombre era bello.
"Usted sabe, él se mide con su propia vara", respondió ella con un ligero suspiro. "En ese plano es más bello que Apolo. Visto desde nuestro plano inferior, por supuesto..." Y ella suspiró otra vez.
Tuve entonces un impulso reprobable, y pregunté de pronto "¿tiene cabello?"
Hubo un largo y dolorido silencio, y entonces el doctor Hagg dijo suavemente: "todo en su plano es diferente; lo que él tiene no es... bueno, no, por supuesto, lo que llamaríamos cabello... pero..."
"¿No piensa usted" - dijo su esposa muy delicadamente - "no piensa usted que realmente, a los fines de dirigirse al mero público, uno podría llamarlo cabello?"
"Tal vez tienes razón" - dijo el doctor tras unos momentos de reflexión - "En relación a un cabello así uno debería hablar en parábolas".
"Bueno, qué diablos es esto" - pregunté algo irritado - "Si no es cabello ¿qué es? ¿Son plumas?"
"No son plumas, tal como entendemos las plumas" - respondió Hagg, con voz tremenda.
La irritación creció en mí. "¿Puedo verlo, en cualquier caso?", pregunté. "Soy un periodista, y no tengo ninguna motivación terrenal, salvo la curiosidad y la vanidad personal. Me gustaría decir que estreché la mano del Superhombre".
El ánimo de ambos estaba por los suelos; permanecían de pie, incómodos. "Bueno, por supuesto, usted sabe" - dijo Lady Hypatia, con esa tan encantadora sonrisa de las anfitrionas aristocráticas - "usted sabe que él no podría estrecharle la mano... manos no, usted sabe... La estructura, por supuesto..."
Rompiendo todas las convenciones sociales, me lancé hacia la puerta de la habitación en la que pensaba que estaba la criatura increíble. Irrumpí en ella; la habitación estaba oscura. De enfrente de mí llegó un pequeño y triste aullido, y de detrás de mí un doble chillido.
"¡Usted lo hizo!" sollozó el doctor Hagg, hundiendo la frente calva en sus manos. "¡Usted hizo que lo alcanzara una corriente de aire, y ahora está muerto!"
Al irme de Croydon esa noche vi hombres de negro llevando un ataúd que no era de forma humana. El viento ululaba sobre mí, agitando los álamos, que se inclinaban y cabeceaban como penachos de algún funeral cósmico.
"Verdaderamente" - dijo el doctor Hagg - "es el universo entero llorando la frustración de su más magnífico nacimiento".
Pero yo creí percibir un tono burlón en el agudo gemido del viento
Gilbert K. Chesterton (1874-1936)
domingo, octubre 26, 2008
Joseph Brodsky
jueves, octubre 23, 2008
Jorge Eliécer Gaitán
Yo, que pertenezco a un gran país cuyo pueblo es superior a sus dirigentes, al ver la muchedumbre de rostros morenos que están reunidos en esta plaza, he experimentado hoy una emoción que hace contraste con la sensación de angustia que siendo estudiante experimentara ayer, ante el dolor y la tragedia que se agolpaban sobre el alma grande de los herederos de Bolívar.
Hasta ayer yo sabía que las dolientes masas venezolanas, vuestros abuelos, vuestros padres y vuestros hermanos, rumiaban su dolor en las mazmorras que eran deshonra de América y que existía en esta tierra admirable una pequeña minoría oligárquica que disponía abusivamente de los destinos de esta patria del Libertador, a espaldas del pueblo, contra el pueblo y sin el querer del pueblo.
Pero yo, capitán de multitudes de Colombia, vengo a contemplaros vibrantes y plenos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, irrumpiendo en esta plaza; y a decir desde esta tribuna a todas las gentes de Venezuela que de ahora en adelante sólo habrá una voz que mande sobre esta tierra sagrada: ¡la voz del pueblo, por el pueblo y para el pueblo!
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Estáis en la primera etapa de vuestro recorrido inexorable. Habéis comenzado a conquistar vuestra libertad política, la cual apenas será formal si en posteriores épocas no llegáis a la conquista de la libertad económica y social. Pero esta primera etapa la tenéis que defender, modelar y terminar con bravura, con tenacidad, con coraje, y sin vacilaciones ni desmayos. Afortunadamente tenéis a la cabeza capitanes y gonfaloneros que jamás, estoy seguro, traicionarán vuestro interés ni vuestros anhelos.
Hacéis bien en defender corajudamente esa obra; en conquistar previamente esa libertad política formal que nosotros, los colombianos ya conquistamos, y que os preparéis para una nueva etapa de las realizaciones por venir. Ya nadie –de ello estoy cierto y esa la razón de mi emoción profunda– podrá poner al margen de su destino al pueblo de Venezuela. Ahora va a ser él, como los demás pueblos de nuestra América, de nuestra América morena, quien va a darse libremente su propio gobierno.
Nosotros hemos aprendido a reírnos de esas generaciones decadentes que ven a las muchedumbres de nuestro trópico como a seres de raza inferior. Inferiores son ellos que carecen de personalidad propia y se dejan llevar por algunas mentes esclavas de la cultura europea. ¡Mentira la inferioridad de nuestros pueblos; mentira la inferioridad de nuestros países; mentira la debilidad de nuestras razas mestizas!
Yo le pidiera a las más antiguas y grandes razas de la tierra que vinieran a esta América; que se adentraran como nuestros mulatos en las selvas del trópico; que trabajaran como lo hacen los hombres nuestros 12 y más horas, casi sin salario y siempre desnutridos; que sufrieran los dolores de nuestro pueblo; sintieran a la selva envolviéndolos; supieran lo que son los niños sin escuela y sin cultura; lo que es la muchedumbre sin defensa en el campo, sin poder satisfacer el apetito de la belleza y del amor que se les niegan y saborean tan sólo el dolor y la angustia permanentes. Que vengan los europeos a presenciar el drama de esta masa enorme de América devorada por el paludismo, con gobiernos que le han vuelto la espalda a su gente para enriquecerse en provecho propio; que vengan a contemplar las inclemencias perpetuas que vivimos los habitantes del trópico, y entonces tendrán que comprender cuán brava es la gente nuestra, qué brava gente sois vosotros, y reconocer la falsedad de su concepto sobre la inferioridad de las masas americanas. Porque aquí y en el Perú y en todas nuestras naciones sucede lo que yo afirmo que pasa en Colombia: "El pueblo es superior a sus dirigentes".
Estos pueblos hermanos conservan sus peculiares notas, sus realidades diversas, pero cada día se acercan más los unos a los otros. Y esas distintas realidades pueden condensarse en una sola afirmación que hace temblar el criterio feudal de las castas minoritarias que todavía en América imperan; pueden sintetizarse en el deseo que todos anhelamos y que todos impondremos: i queremos que los amos sean menos amos para que los siervos sean menos siervos; queremos que los poderosos sean menos poderosos para que los humildes sean menos humildes y queremos que los ricos sientan que deben ser menos ricos! ¡para que los pobres reciban mejor remuneración por su trabajo!
Pueblo: Ni un paso atrás en esta maravillosa obra que estáis realizando con un gobierno comprensivo y sin una vacilación, porque el ritmo de vuestros corazones es el mismo ritmo del corazón de todos los hombres de América.
El hombre vale por su tenacidad. El hombre vale por la rotundidad que ponga en el amor a sus ideas. Nada puede detener al pueblo ni hacerlo vacilar y si un solo varón quedara en Venezuela de todos los que aspiran a ser libres; que ese hombre solo se sienta obligado a la batalla, porque yo diría que ¡vale más una bandera solitaria sobre una cumbre limpia que cien banderas extendidas sobre el lodo!
Discurso en Caracas ante el pueblo venezolano, Octubre de 1946 .
"La Navidad de 1928 tuvo un sabor amargo para Colombia. Hubo luto tras la matanza de la bananera. Muchos niños fueron masacrados y nadie en el país se atrevía a hablar. 'Jorge Gaitán sí lo hizo', recuerda en Bogotá el profesor universitario Eduardo Umaña. 'La voz de Gaitán se levantó y el Gaitán bajito fue creciendo y pisando los terrenos de la oligarquía'. Sus primeros años como abogado resultaron difíciles, pero su capacidad profesional le permitió demostrar su brillantez jurídica. El periodista Elmer Niño escribió: 'La primera batalla penal la libró contra las compañías transnacionales, conocidas como United Fruit Company. Soldados colombianos cumplieron la orden de desalojar a los empleados y obreros que ocuparon las tierras. Como fiscal del Ministerio Público asumió la defensa de las víctimas. Se le bloqueó la investigación, le quitaron presupuesto para continuar su labor. Sacó dinero de su bolsillo para costear viajes. Los pobres lo veían como el abogado de los humildes. Vino el juicio. Dio nombres y apellidos. El Ejército resultó culpable de la masacre'. El abogado se había internado en las zonas bananeras del Magdalena. Mostró los cadáveres de los niños de la matanza. Llegó a decir: 'El Ejército colombiano tiene la rodilla hincada ante el oro yanqui y la altivez para dispararle a los hijos de Colombia'. Umaña reflexiona y expresa convencido: 'Cuando Gaitán hace su defensa de los obreros de las bananeras se tomó el país y vino su sentencia... Todo hombre inteligente que se presente al país para el cambio sociopolítico, la lucha contra el policlasismo y contra la plurietnia está condenado a muerte'. A Jorge Eliécer Gaitán Ayala la muerte lo sorprendió el 9 de abril de 1948, pero su vida corrió peligro los últimos 20 años de su existencia. Tres tiros -uno en la cabeza y dos en la espalda- segaron su vida. Su reloj y la calma bogotana se detuvieron a la 1:05 de la tarde de aquel día. El cuerpo del jurista yacía a pocos metros del edificio Agustín Nieto, donde tenía su bufete. De extracción humilde El primogénito de Eliécer Gaitán y Manuela Ayala nació el 23 de enero de 1898. La familia vivía en el humilde barrio Las Cruces, de Bogotá."
Fuente La Fogata, Enciclopedia Colombiana, Emancipación
Gracias Leo por la idea del post.
jueves, octubre 16, 2008
17 de Octubre
1 de Mayo de 1952. Juan Domingo Perón
lunes, octubre 13, 2008
El camino no elegido
Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Debo estar diciendo esto con un suspiro
miércoles, octubre 08, 2008
sábado, octubre 04, 2008
Oscar Wilde
Porque tenía que hacer en su casa. Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo que lloraba.
Sus cabellos eran color de miel y su cuerpo como una flor blanca; pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo que lloraba.
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era justo. Mas el joven le respondió:
-No lloro por él sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no hay ningún alimento y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto él hizo, lo he hecho yo.
-¿ Y por qué lloras entonces?
-Porque a mí no me han crucificado.
jueves, octubre 02, 2008
Cuentos de Hadas
martes, septiembre 30, 2008
El Poeta borracho
Debo vivir así con locura y desmesura,
Pasar los días escribiendo y las noches en la cantina.
Encontrar el alba silenciosa, melancólica e impetuosamente
Y escribir versos sobre la muerte y la tristeza.
Quemar este barco-destino doloroso
Mientras doy alaridos en el timón. Di muerte al albedrío
Y ahogué en la desesperanza todos los deleites, todos.
Fyodor Sologub.
viernes, septiembre 26, 2008
jueves, septiembre 25, 2008
Las puertas de la percepción
lunes, septiembre 22, 2008
martes, septiembre 16, 2008
16 de Septiembre de 1955
sábado, septiembre 13, 2008
Breves
jueves, septiembre 11, 2008
Los cuervos
miércoles, septiembre 10, 2008
Antonin Artaud
martes, septiembre 02, 2008
Autopsicografía
martes, agosto 26, 2008
Junto a mí, el dios-perro
He aquí el triángulo de agua
Bajo los senos de la tierra odiosa
jueves, agosto 21, 2008
domingo, agosto 17, 2008
17 de Agosto de 1850
Extracto de una carta de José de San Martín dirigida a Tomás Guido en 1829.
sábado, agosto 16, 2008
Tristeza
viernes, agosto 08, 2008
Emiliano Zapata
miércoles, julio 30, 2008
Petronio
"La Galia me vio nacer, la Conca me dio el nombre de su fecundo manantial, nombre que yo merecía por mi belleza. Sabía correr, sin ningún temor, a través de los más espesos bosques, y perseguir por las colinas al erizado jabalí. Nunca las sólidas ataduras cautivaron mi libertad; nunca mi cuerpo, blanco como la nieve, fue marcado por la huella de los golpes. Descansaba cómodamente en el regazo de mi dueño o de mi dueña y mi cuerpo fatigado dormía en un lecho que me habían preparado amorosamente. Aunque sin el don de la palabra, sabía hacerme comprender mejor que ningún otro de mis semejantes; y, sin embargo, ninguna persona temió mis ladridos. ¡Madre desdichada! La muerte me alcanzó al dar a luz a mis hijos. Y, ahora, un estrecho mármol cubre la tierra donde yo descanso."
sábado, julio 26, 2008
26 de Julio de 1952
jueves, julio 17, 2008
Jerome David Salinger Un día perfecto para el pez plátano
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y-ya era la cuarta o quinta llamada-levantó el auricular del teléfono.
-Diga-dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
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Su llamada a Nueva York, señora Glass-dijo la operadora.
-Gracias-contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás?-dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
-¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
-Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
-¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegasteis?
-No sé... el miércoles, de madrugada.
-¿Quién condujo?
-Él-dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá-interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
-Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
-Muy bien-dijo la chica.
-¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo
-¿Cuál?
-Mamá... ¿qué importancia tiene?
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948-dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá-interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Lo tienes tú.
-¿Estás segura?-dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
-¡Pero está en alemán!
-Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia-dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
-Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
-Un segundo, mamá-dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá?-dijo, echando una bocanada de humo.
-Muriel, mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Sí?-dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
-¿Y...?-dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
-Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
-Nunca lo he oído nombrar.
-De todos modos, dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
-Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí-dijo la chica-. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
-Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
-Me he quemado toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
-Bueno... sí... más o menos...-dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
-Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por que te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé-dijo la chica-. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
-¿El verde?
-Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
-Pero ¿qué dijo él? El médico.
-Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
-Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No entré en detalles-dijo la chica-. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no-dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le subí un poco las hombreras.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra-dijo la chica-. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
-Sí, mamá-dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias-dijo la chica, y descruzó las piernas-.
-Mamá, esta llamada va a costar una for...
-Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
-Mamá-dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá-dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No he dicho nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
-¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien-dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida-dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel, hazme caso.
-Sí, mamá-dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá-dijo la chica-. Besos a papá-y colgó.
-Ver más vidrio-dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre-. ¿Has visto más vidrio?
-Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
-No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo-dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
-Por lo que dice, debía de ser precioso-asintió la señora Carpenter.
-Estáte quieta, Sybil, cariño...
-¿Viste más vidrio?-dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien-dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?-dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola, Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te esperaba-dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué?-dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en un avión-dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
-No me tires arena a la cara, niña-dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
-¿Dónde está la señora?-dijo Sybil.
-¿La señora?-el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil-dijo-. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
-Es amarillo-dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua?-dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
-Necesita aire-dijo.
-Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir-retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil-dijo-, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti-estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano-dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
-¿Qué?
-Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
-Vayamos al agua-dijo.
-Bueno-replicó el joven-. Creo que puedo hacerlo.
-La próxima vez, échala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que eche a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-Ah, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.-De repente se puso de pie y miró el mar-. Sybil-dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
-¿Un qué?
-Un pez plátano-dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano-dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
-¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé-dijo Sybil.
-Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut-dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
-Whirly Wood, Connecticut-dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo-dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso -dijo él.
Sybil soltó el pie:
-¿Has leído El negrito Sambo?-dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso-dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.-Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció?
-¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis-dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices «nada más»?
-¿Te gusta la cera?-preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué?
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
-¿Te gustan las aceitunas?-preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz?-preguntó Sybil.
-Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas-dijo ella por último.
-Ah, ¿y a quién no?-dijo el joven mojándose los pies-. ¡Diablos, qué fría está!-Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?-preguntó él.
-No me sueltes-dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo-dijo el joven-. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
-No veo ninguno-dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
-Llevan una vida triste-dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
-Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos-empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos-dijo Sybil-. ¿Y qué pasa despues con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces plátano.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
-Sí-dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué?-preguntó Sybil.
-Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola-dijo Sybil nerviosa.
-No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia-dijo el joven-, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
-Acabo de ver uno.
-¿Un qué, amor mío?
-Un pez plátano.
-¡No, por Dios!-dijo el joven-. ¿Tenía algún plátano en la boca?
-Sí-dijo Sybil-. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh!-dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
-¡No!
-Lo siento-dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel-que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
-Veo que me está mirando los pies-dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice?-dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo -dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo-dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor-dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos-dijo el joven-. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.