lunes, mayo 07, 2007

Un Obispo en el atolladero


Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota. A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las "b" y a las "f" pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más. -Monseñor -exclamó al fin el cochero, a punto de estallar-, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso. -¿Y por qué no? -contestó el obispo. -Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite. -Bueno, bueno -contestó el obispo, zalamero, santiguándose-, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible. El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.

Donatien Alphonse Francois, Marqués de Sade (1740-1814) Cuentos. Ediciones Libertador.

2 comentarios:

m. dijo...

me encantó la aneda. Los caballos, ¿como el hombre?, solo entienden cuando se los trata a las puteadas.

gran verdad?

Damián dijo...

Tomando en cuenta otro gran pensador argentino (luego de recordar en otro al inefable Willie Nimo)llegamos a la conclusión que los besos no logran nada, por eso, "hay que putearse más...hay que putearse más".