5 de Agosto de 1850
6 de Julio de 1893
Escritor Francés
La señora Magloire quedó pensativa, no conciliando el sueño en toda la noche. Durante cuatro días casi tuvo fiebre. Oliscaba un engaño en el fondo; pero la idea de recibir ciento cincuenta francos todos los meses, la rica plata que recogería, como si cayera del cielo en su delantal, sin trabajo alguno, espoleaba su deseo.
Fue a ver al notario para consultarle aquello y el notario le aconsejó que aceptase la proposición de Chicot, exigiéndole doscientos cincuenta francos mensuales, porque la finca representaba un capital de sesenta mil francos.
-Si usted vive quince años -decía el notario-, él no habrá pagado más que cuarenta y cinco mil francos.
Se estremecía de gozo la vieja ante la perspectiva de doscientos cincuenta francos mensuales; pero desconfiaba, temía cosas imprevistas, engaños ocultos, y estuvo hasta la noche haciendo distintas objeciones, no decidiéndose resolver ni abandonar el asunto. Por fin hizo preparar la escritura y volvió a su casa como si hubiera bebido cuatro jarros de cidra nueva.
Cuando Chicot fue a saber la respuesta, ella se hizo rogar mucho, repitiendo que no se decidía y, en realidad, temerosa de que no accediera el posadero a dar los doscientos cincuenta francos. Pero como él insistía mucho, ella se resolvió a manifestar sus pretensiones.
Chicot, rechazándolas, trató de convencerla de que le quedaban aún muchos años de vida. La vieja lloriqueó.
-Ni cinco años me quedan. Ya tengo setenta y tres, y la salud muy quebrantada. La otra noche creí morirme.
Pero Chicot no se dejaba pescar.
-Vamos, vamos, vieja redomada. Está usted más fuerte que la torre de la iglesia. Usted ha de llegar a ciento diez años y me enterrará, seguramente.
Perdieron todo el día en discusiones, y como la vieja no cedió, al anochecer el posadero tuvo que resignarse a ofrecer los doscientos cincuenta francos mensuales.
Al día siguiente firmaron la escritura.
Transcurrieron tres años. La vieja estaba cada vez más robusta; no pasaba el tiempo por ella, y Chicot se desesperaba; le parecía pagar aquella renta durante medio siglo; creyéndose burlado y arruinado, iba de cuando en cuando a ver a su amiga, que lo recibía maliciosamente satisfecha del engaño, y Chicot no tardaba en subir a la tartana y alejarse al trote, murmurando:
-¿No reventarás, maldita vieja!
No sabía qué hacer. Hubiera querido estrangularla. Sentía contra ella un odio feroz, implacable.
Buscó medios.
Una tarde llegó a la finca satisfecho, frotándose las manos de gusto como la primera vez que fue a proponer el negocio.
Y después de haber hablado unos minutos, dijo:
-¿Por qué no va usted a comer conmigo cuando pasa por Epreville? Se murmura. Dicen que ya no somos amigos, y esto me duele. Por el gasto no ha de quedar, ni quiero que usted se abstenga por consideraciones tontas. Cuanto más coma usted, más gusto ha de darme; y que lo sepan los que hablan.
La vieja no se lo hizo repetir, y a los tres días, yendo al mercado con su carrito y su mozo, dejó el caballo en las cuadras de la posada de Chicot y se fue luego a comer con él, siendo servida como una reina; le dieron pollo y lo mejor que había en la casa para provocar su apetito; pero comió poco, porque desde la niñez estaba educada en una sobriedad absoluta, viviendo con sopas y pan untado con un poco de manteca. Chicot insistía, descorazonado. Ella no bebió vino ni quiso tomar café.
-¿Tampoco aceptará una copita de aguardiente?
-Sí; eso sí; no sabría negarme.
Y el posadero gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-Rosalía, trae aguardiente del bueno, del superfino, de lo mejor.
La criada, compareciendo con una botella, sirvió dos vasos.
-Pruebe usted esto, señora -dijo Chicot- es una delicia.
La vieja bebía saboreando cada sorbo.
-Sí; es, en verdad, excelente.
No acababa de decirlo, cuando Chicot le llenaba de nuevo el vaso. Ella hizo intención de resistir, pero ya no había remedio, y lo paladeó con deleite.
Chicot quiso hacerle beber otro más, pero ella se negó. Él insistía:
-Esto es como la leche. Vea usted, yo bebo diez o doce copas, y nunca me da que sentir. Esto pasa como azúcar. Ni en el vientre, ni en la cabeza; nada: parece que se evapora en la lengua. Y no hay cosa mejor para la salud.
Como a la vieja le gustaba mucho, bebió un poco más.
Y Chicot, en un arranque de generosidad, exclamó:
-Vaya; para probar a todos que somos buenos amigos, voy a regalarle un barrilito.
La mujer se fue algo borracha. Y al día siguiente Chicot entró en el patio de la finca con su tartana, sacando luego de las bolsas un barrilito. Para demostrar que aquel aguardiente era como el del día anterior, pidió unas copitas y las llenaron tres veces.
Al despedirse, dijo:
-Ya lo sabe usted para cuando se acabe, me queda más en casa; no lo economizo. Tengo mucho gusto en obsequiarla.
Se subió a la tartana y se fue.
Volvió a los cuatro días. La vieja estaba en el umbral de la puerta cortando sopas de pan. Chicot sonrió, saludándola y acercándole con disimulo a la cara la nariz. Su propósito era saber cómo le olía la boca. Sintiendo el vaho del alcohol, se le alegró el semblante, y dijo:
-¿Quiere usted convidarme a una copita de aguardiente?
Y vaciaron dos o tres, como buenos amigos.
Pronto corrió por la comarca la noticia de que la señora Magloire abusaba del aguardiente, cayendo borracha con frecuencia, unas veces en la cocina, otras veces en el patio, y hasta en los caminos, habiendo sido necesario alguna vez llevarla a su casa, inmóvil como un cadáver.
Chicot ya no iba más a la finca, y cuando le hablaban de la señora Magloire, murmuraba con expresión de tristeza:
-¿No es una desdicha que a su edad haya tomado esas costumbres? Cuando uno es viejo, debe cuidarse. Esto acabará por darle un disgusto cualquier día.
Y así ocurrió. Al invierno siguiente murió la vieja después de las fiestas de navidad, habiendo caído borracha en la nieve.
Y al heredar la finca, Chicot exclamaba:
-Sin las borracheras, hubiera vivido lo menos diez años más
Fue a ver al notario para consultarle aquello y el notario le aconsejó que aceptase la proposición de Chicot, exigiéndole doscientos cincuenta francos mensuales, porque la finca representaba un capital de sesenta mil francos.
-Si usted vive quince años -decía el notario-, él no habrá pagado más que cuarenta y cinco mil francos.
Se estremecía de gozo la vieja ante la perspectiva de doscientos cincuenta francos mensuales; pero desconfiaba, temía cosas imprevistas, engaños ocultos, y estuvo hasta la noche haciendo distintas objeciones, no decidiéndose resolver ni abandonar el asunto. Por fin hizo preparar la escritura y volvió a su casa como si hubiera bebido cuatro jarros de cidra nueva.
Cuando Chicot fue a saber la respuesta, ella se hizo rogar mucho, repitiendo que no se decidía y, en realidad, temerosa de que no accediera el posadero a dar los doscientos cincuenta francos. Pero como él insistía mucho, ella se resolvió a manifestar sus pretensiones.
Chicot, rechazándolas, trató de convencerla de que le quedaban aún muchos años de vida. La vieja lloriqueó.
-Ni cinco años me quedan. Ya tengo setenta y tres, y la salud muy quebrantada. La otra noche creí morirme.
Pero Chicot no se dejaba pescar.
-Vamos, vamos, vieja redomada. Está usted más fuerte que la torre de la iglesia. Usted ha de llegar a ciento diez años y me enterrará, seguramente.
Perdieron todo el día en discusiones, y como la vieja no cedió, al anochecer el posadero tuvo que resignarse a ofrecer los doscientos cincuenta francos mensuales.
Al día siguiente firmaron la escritura.
Transcurrieron tres años. La vieja estaba cada vez más robusta; no pasaba el tiempo por ella, y Chicot se desesperaba; le parecía pagar aquella renta durante medio siglo; creyéndose burlado y arruinado, iba de cuando en cuando a ver a su amiga, que lo recibía maliciosamente satisfecha del engaño, y Chicot no tardaba en subir a la tartana y alejarse al trote, murmurando:
-¿No reventarás, maldita vieja!
No sabía qué hacer. Hubiera querido estrangularla. Sentía contra ella un odio feroz, implacable.
Buscó medios.
Una tarde llegó a la finca satisfecho, frotándose las manos de gusto como la primera vez que fue a proponer el negocio.
Y después de haber hablado unos minutos, dijo:
-¿Por qué no va usted a comer conmigo cuando pasa por Epreville? Se murmura. Dicen que ya no somos amigos, y esto me duele. Por el gasto no ha de quedar, ni quiero que usted se abstenga por consideraciones tontas. Cuanto más coma usted, más gusto ha de darme; y que lo sepan los que hablan.
La vieja no se lo hizo repetir, y a los tres días, yendo al mercado con su carrito y su mozo, dejó el caballo en las cuadras de la posada de Chicot y se fue luego a comer con él, siendo servida como una reina; le dieron pollo y lo mejor que había en la casa para provocar su apetito; pero comió poco, porque desde la niñez estaba educada en una sobriedad absoluta, viviendo con sopas y pan untado con un poco de manteca. Chicot insistía, descorazonado. Ella no bebió vino ni quiso tomar café.
-¿Tampoco aceptará una copita de aguardiente?
-Sí; eso sí; no sabría negarme.
Y el posadero gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-Rosalía, trae aguardiente del bueno, del superfino, de lo mejor.
La criada, compareciendo con una botella, sirvió dos vasos.
-Pruebe usted esto, señora -dijo Chicot- es una delicia.
La vieja bebía saboreando cada sorbo.
-Sí; es, en verdad, excelente.
No acababa de decirlo, cuando Chicot le llenaba de nuevo el vaso. Ella hizo intención de resistir, pero ya no había remedio, y lo paladeó con deleite.
Chicot quiso hacerle beber otro más, pero ella se negó. Él insistía:
-Esto es como la leche. Vea usted, yo bebo diez o doce copas, y nunca me da que sentir. Esto pasa como azúcar. Ni en el vientre, ni en la cabeza; nada: parece que se evapora en la lengua. Y no hay cosa mejor para la salud.
Como a la vieja le gustaba mucho, bebió un poco más.
Y Chicot, en un arranque de generosidad, exclamó:
-Vaya; para probar a todos que somos buenos amigos, voy a regalarle un barrilito.
La mujer se fue algo borracha. Y al día siguiente Chicot entró en el patio de la finca con su tartana, sacando luego de las bolsas un barrilito. Para demostrar que aquel aguardiente era como el del día anterior, pidió unas copitas y las llenaron tres veces.
Al despedirse, dijo:
-Ya lo sabe usted para cuando se acabe, me queda más en casa; no lo economizo. Tengo mucho gusto en obsequiarla.
Se subió a la tartana y se fue.
Volvió a los cuatro días. La vieja estaba en el umbral de la puerta cortando sopas de pan. Chicot sonrió, saludándola y acercándole con disimulo a la cara la nariz. Su propósito era saber cómo le olía la boca. Sintiendo el vaho del alcohol, se le alegró el semblante, y dijo:
-¿Quiere usted convidarme a una copita de aguardiente?
Y vaciaron dos o tres, como buenos amigos.
Pronto corrió por la comarca la noticia de que la señora Magloire abusaba del aguardiente, cayendo borracha con frecuencia, unas veces en la cocina, otras veces en el patio, y hasta en los caminos, habiendo sido necesario alguna vez llevarla a su casa, inmóvil como un cadáver.
Chicot ya no iba más a la finca, y cuando le hablaban de la señora Magloire, murmuraba con expresión de tristeza:
-¿No es una desdicha que a su edad haya tomado esas costumbres? Cuando uno es viejo, debe cuidarse. Esto acabará por darle un disgusto cualquier día.
Y así ocurrió. Al invierno siguiente murió la vieja después de las fiestas de navidad, habiendo caído borracha en la nieve.
Y al heredar la finca, Chicot exclamaba:
-Sin las borracheras, hubiera vivido lo menos diez años más
4 comentarios:
qué grande maupassant. no tenés ese de los dos amigos que se van a pescar y toman absenta? es de maupasant no? qué buen cuento ese.
Me cagaste, ahora estoy revisando y no lo encuentro...
Pero ya va a aparecer
Tampoco tengo las obras completas, pero ya va a aparecer...
jaja sorry sorry, voy a ver si yo lo tengo
Publicar un comentario